CARLOS FERREYRA CARRASCO
CIUDAD DE MÉXICO, jueves 1 de febrero de 2018.- Al final del camino, cuando las elecciones entren en su fase complicada, discutir quién hizo más trampas, usó más dinero del debido o compró más conciencias, estarán como siempre los reporteros, los informadores de a pie a los que bastará con un señalamiento de corrupción, sin pruebas, claro, para descalificarlos. Y partidizarlos.
Durante varios años recorrí distintos países, en algunos permanecí meses, en otros semanas o días, pero con contactos previstos, temas fijos y reportajes estudiados desde sus antecedentes, sus orígenes y hasta los protagonistas, sus filias y fobias.
En ninguna nación encontré que al periodista se descalificara por tener simpatías o militancia en tal o cual partido y se le marginara por tal causa. Cierto, los informadores correspondían a la ideología o a las simpatías políticas del propio medio en el que trabajaban, pero no les era impuesta, era una darwiniana selección natural.
Habría que precisar: en las naciones del sur, la prensa tenía diarios especializados en temas agrícolas, obreros o sociales en general, éstos orientados a la política formal y a la presentación de textos institucionales con analistas como en México: teóricos de gabinete, conocedores de la ciencia política en su forma académica pero sin contacto con la masa.
Digamos que en esos medios se aceptaba sin vergüenza que el periodista debía de ser objetivo, pero con el derecho de ser parcial, tener simpatías por algo o alguien, defender una causa en la que cree y hasta adocenarse al lado de quienes explotan, medran y se enriquecen.
La polarización social en México a partir de las redes y el principio de la guerra política por el erario, no por los cargos para solucionar los problemas de la nación, ha convertido el medio informativo en un campo de batalla en el que se dirimen desacuerdos vertiendo los más ácidos insultos.
O en forma simple, descalificando al que no esté de acuerdo con uno con el simple expediente de colgarle una bandería. O usando expresiones que no se comprenden o se ignora su significado.
Las más comunes, chairo o antecediendo el apellido del político que se quiere cuestionar, se añade bot: pejebot, peñabot y así al infinito.
No pasará de moda. No, es un fenómeno que llegó para quedarse y que en adelante fijará los límites del mexicano medio para debatir, analizar incluso.
Digamos que en términos de inteligencia caímos al sótano; estamos más cómodos inventando mentiras, sobrenombres e insultos, que pensando y debatiendo.