DE MEMORIA

LA BANDA DE LOS BARAJAS, CHOFIU…

Carlos Ferreyra Carrasco

 

CIUDAD DE MÉXICO, lunes 4 febrero 2019.- La tía Sofía, Chofi, como confianzudamente le decíamos los sobrinos, tuvo una vida difícil. Hermana de los tres personajes descritos antes en este espacio, descubrió su vida religiosa a edad muy temprana.
Y descubrió también su desagrado por esa y otras cosas relacionadas con la Iglesia, donde fue explotada, usada como sirvienta, de hecho, esclava de jerarquías y de mandos superiores en los reclusorios donde la mantuvieron como monja en retiro mundano.
Años, no muchos después de su inserción religiosa, enferma no tanto del cuerpo como del alma, la que pretendía ofrecer al Señor (al de antes, no al Peje) registraba inciertos comportamientos que al paso del tiempo se corrigieron, demostrando que sus males estaban en el convento y allí los había sepultado.
En la vida civil se volvió como sus hermanos, un ser festivo, alegre en todo momento y muy servicial, siempre tratando de agenciarse el afecto de su entorno. Y no era difícil otorgárselo, para decirlo en expresiones familiares, “era un amor de persona”.
Gracias a la Tía Chofi tuve mi cuarto de hora de fama moreliana. Un niño valeroso que había arriesgado su vida en defensa de su querida familiar, a la que cubrió con su cuerpo cuando un malvado pistolero les apuntaba después de matar a una persona.
Esa fue la versión que corrió en minutos por todo el norte de Morelia, donde estaba la estación del Ferrocarril. La verdad… fue distinta.
Chofi vendía mandiles, blusitas con punto de cruz (huanengos, les dicen), servilletas, mantelitos y otros ropajes adornados al estilo tarasco, que es donde más se usa o usaba el bordado.
Me alegraba el día que me permitía acompañarla, íbamos por las vecindades donde nos recibían con una chilindrina, una chorreada, la tacita de chocolate casero y otras delicias elaboradas por las clientas.
Las tarjetas de los abonos las llevaba yo, anotaba en la correspondiente, el depósito de veinte, cincuenta centavos ya fuese convenio semanal, quincenal y hasta mensual. La clientela muy formal, cariñosa y atenta con la tía Chofi.
Para quienes acostumbran cohetes y balazos es más o menos sencillo distinguirlos. Así sucedió mientras dábamos vuelta a una esquina. Las detonaciones hicieron que la tía se detuviera y me advirtiese que eran balas, a lo que respondí que no se preocupara que yo la defendería. Sigo en la decena de años de existencia.
Al llegar a la esquina donde había un tendajón, salió un individuo creo que más asustado que nosotros, blandiendo la mazorca (revólver de cilindro) y apuntando directamente a Chofi.
Mi reacción ante el susto, eso nunca lo expliqué para no perder la imagen de niño héroe, fue echarme hacia atrás; como Chofi era de pequeña estatura y yo ya era altito, la comprimí contra la pared ocultándola. Estaba congelado, así que no me moví y miraba, sin saberlo, directamente a los ojos del criminal que, asustado por no sé qué causa, se metió a la tienda, a la recámara de la dueña y se tiró debajo de una cama.
Llegó la Julia, una camioneta con estribos posteriores, dos gendarmes con chaco de la segunda guerra, abrigos azules hasta el tobillo y botas entre charras y federicas.
Con sus mosquetones (de la primera guerra) embrazados, preguntaron donde estaba el delincuente. Como pude, articulé una respuesta y señalé la entrada a la vivienda de la tendera.
Afuera, los indispensables argüenderos le daban consejos al balaceado que se revolcaba, en versión de Doña Borola Tacuche, en su propia salsa que le salía en abundancia de la barriga: échate de panza para que se le traben las patas (al criminal) y no pueda correr.
Era el consejo coincidente en espera de que los polis salieran, metieran a la Julia al presunto asesino y allí mismo depositaran a la víctima., no había Cruz Roja, ni Verde ni Amarilla ni de ningún color, así que entre detenidos se llevaban a las emergencias al Hospital Civil. Eso se hizo.
Seguimos nuestro recorrido comercial. En la vecindad más inmediata me dieron pan con piloncillo, en la siguiente una charamusca, en la que siguió una bola de chocolate de metate y así, en gran plan de engorda pero no físicamente sino ególatramente, si existe esta palabra.
Mi hermosa y querida tía Chofi no se abstenía de exaltar mi gran valor, cómo la había cubierto con mi cuerpo cuando el sujeto nos iba a masacrar a tiros y cómo el hombre se asustó al ver la mirada clara, transparente, fija y valerosa de su querido sobrino. Fui héroe por un día.
La presunción me duró casi toda la Primaria. En Secundaria las heroicidades eran otras, por ejemplo, escalar por la fachada las torres del templo de San José, vecino de la escuela dependiente de la Universidad Nicolaíta. Muchos lograron hacerlo y era tan común que ya ni siquiera contaba como hazaña.
(Foto del tren en el que arribaron los conocidos niños hispanos de Morelia).
carlos_ferreyra_carrasco@hotmail.com

 

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