COSA DE PRENSA / Mi Peluquero

Puerta, Viejo, Barbería

 

  • El Dios que llevo dentro de mí

  • Las perlas de don Pepe mi peluquero

  • De Luis Echeverría Álvarez a las estrellas

  • La Barca de Guaymas y La Martiniana

Javier Rodríguez Lozano

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CIUDAD DE MÉXICO, miércoles 22 febrero 2024.-Al Dios que llevo dentro de mí de inmediato se le prendió el foco y sin tardanza me ordenó, siempre respetuoso pero puntual: “¡Saca tu libreta y apunta. Lo que estás escuchando es un collar de perlas, imperdible!”

Sí, pensaba, y estaba de acuerdo con Él.

Pero antes yo debía saber el resultado final, sobre el intenso debate que libraban mi Conciencia y mi Ego; mientras aquélla insistía en que escribiera lo que estaba escuchando, porque eran anécdotas que no cualquiera ha vivido y tampoco cualquiera puede relatar, ésta lo desestimaba y socarrona argumentaba:

“¿Ya para qué? ¿Quién te va a leer? Además, tú también has estado en los ‘cuernos de la luna’ y no necesitas que nadie recuerde lo que eres, porque estás más allá del bien y del mal?”

(En los momentos en que escribía esto estaba inspirado, amo la concentración y aborrezco las interrupciones, pero suena la alarma sísmica y destella mi celular con la misma alerta: Abro la puerta de mi departamento y el enrejado, escucho el barullo de los vecinos que trepidantes bajan escaleras, distantes de la calle solo unos15 peldaños con tres metros de pasillo, por si las moscas, pero decido seguir escribiendo. En este trance, como casi siempre en mi cobertura policiaca, nunca estuve para asustarme con “el petate del muerto”).

Recordaba a Antonio Indio Velázquez, Rafael Arles Ramírez, don Antonio Acevedo y don Guillermo Velarde, Guillermo Trejo Oviedo, Roberto Blanco Moheno, Renato Leduc, Roberto López Moreno, Adolfo Montiel Talonia y Antonio Pérez Vieytez, don Jorge Villa Alcalá y Pedro Álvarez del Villar, y otros grandes maestros del periodismo, de quienes aprendí porque los escuché personalmente, a unos en las redacciones de los grandes periódicos nacionales, a otros en el Club de Periodistas de México, A.C., y en el Café París (de enfrente) y a uno que otro en las cantinas; y también al leerlos cuando me formaba, allá por los años de los 60s a los 90s:

“Reportero que no es oportuno, no es reportero”.

Y ahí estaba la oportunidad, en un sillón de peluquería de las calles de San Cosme, en la San Rafael, a la vuelta de donde Mario Sojo heredara no solo la revista Impacto de Regino Hernández Llergo, luego de Juan Bustillos, sino también Alarma, alguna vez, del Indio Velázquez, mi inolvidable maestro.

Ahí mi peluquero José pasaba la navaja de un lado a otro, como lo viene haciendo conmigo desde hace más de 40 años, en que fuera la primera vez que yo pusiera mi cabeza en manos ajenas, pero excepcionales y de gran sensibilidad artística, grandes maestras de una danza interminable de la tijera y el peine.

Mi peluquero está apegado escrupulosamente a la primera y la últimas de las artes, que es la danza, que ya estaba aquí desde hace más de seis mil 500 años, es decir, antes de Buda y de las tres religiones fundamentalistas más grandes del mundo, porque el espíritu sabe que la vida se creó bailando con las estrellas, los planetas, los mundos.

Danzando se hacía al cosmos y también su creador, muchos le llaman Dios, y también quienes no le llaman así, pero que es mucho más que solo cuatro letras, era el primer gran bailarín, cuya danza no empezó ni terminó nunca, porque todos los días crecen muchas cosas en todas partes, en especial, la conciencia… Y textos como éste.

Así danzaban las tijeras y la navaja de mi amigo el peluquero José mientras me corta el pelo, el frío de este pasado sábado 17 de febrero fue epopéyico, para recordar, y todavía más con menos melena, porque don Pepe la iba disminuyendo y dándole el perfil y la imagen que llevo conmigo desde hace más de cuatro décadas.

Pero no siempre fue “don Pepe”, en aquellos años 70s solo era el joven Pepe, que después de una ardua preparación académica trabajara como estilista en una peluquería de la calle Copenhague, en la colonia Juárez, mejor conocida como la Zona Rosa, que por aquel tiempo estaba de moda, tanto como la Plaza de Garibaldi.

Don Pepe hoy cuenta con 68 años de edad:

“Oh, sí don Javier, qué tiempos aquellos… Usted y yo vivimos una época increíble. La Zona Rosa era un mundo aparte, le voy a platicar…” Y así empezó todo.

Estos apuntes en particular, los que siguen, unas cuantas líneas, las escribo solo para “los iniciados”, que es una suerte de lector que entiende mucho con muy poquitas palabras, respetuosamente dicho, pero nuestro amigo Pepe es beneficiario de aquella tradición no escrita -que quizás date de los tiempos de La Conquista, quien podría saberlo sería el ya finado don Miguel León Portilla (incomparable cronista de la prehispania), que consistía y consiste todavía, en cierto predominio hipnótico, digámoslo así, del hombre tlaxcalteca sobre la mujer tlaxcalteca.

Para los estudiosos, pueden hallar datos en la prostitución de La Merced, para no ir lejos; y si no, dejémoslo así.

Además de algunas experiencias en ese sentido, nuestro amigo Pepe se enorgullece más de su carrera de estilista, quizás porque reconozca y admita que le ha dado más satisfacciones que otras cosas no menos valiosas de la vida.

Su navaja ha recorrido todo mi cráneo y estoy listo para la siguiente etapa, que es la de quitarle más años a la vida, esta vez oscureciendo las canas; “porque las ganas nunca se me oscurecerán”, le exclamé a amigo don José el peluquero y soltamos “la carcajada de la Cumbancha”.

Es entonces cuando don Pepe recuerda, con una alegría mezclada de orgullo, nostalgia y humildad, difícil de describir al momento de cortarle el pelo, que no era mucho por cierto, el de un funcionario que trabajaba nada menos que como subsecretario de Gobernación y que con el tiempo sería Presidente de la República; hablamos del verdadero chacal de Tlatelolco, Luis Echeverria Álvarez, que habría sido uno de sus clientes más exigentes.

Claro que, emocionado hasta la médula, otros tópicos de sus memorias lo llevan a recordar a aquel dueto de una sola guitarra, romántico y bohemio, conocido como Lupe y Raúl, muy semejantes a los anónimos descritos por Andrés Henestrosa en uno de sus libros, quizás, no estoy seguro, Andanzas, sandungas y amoríos, en que relata su visita a Aguascalientes, para apoyar la candidatura presidencial en 1929 de José Vasconcelos, invitado por su amiga Antonieta Rivas Mercado: se impactó cuando en la Plaza de Armas se topó con un dueto, hombre y mujer, entonando guitarra en mano y espléndidamente, La Barca de Guaymas, del dominio público, tan sentimental como La Martiniana, que él mismo compusiera, allá en su querido Tehuantepec.

LA COSA ES QUE…

No me llores no,

No me llores no,

Porque si lloras yo penó.

En cambio si tú me cantas,

Yo siempre vivo

Y nunca muero.

 

¿Y cómo llegaron hasta su sillón de aquella peluquería de Pepe, en la calle de Copenhague en la Zona Rosa, la reina de la canción ranchera, Lola Beltrán y Lucha Villa, y el bohemio Pepe Jara, y muchas otras luminarias más?

Se lo platicamos en la otra…

Qué tal.

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