Óscar Fidel González Mendívil
AGUASCALIENTES, Ags., lunes 25 de enero de 2016.- Como muchas buenas historias, ésta también empieza con Dios y el Diablo. En plena edad media, en el siglo XI en Europa, aparecieron los cátaros, miembros de un movimiento religioso que sostenía la creencia de que el universo estaba compuesto por dos mundos en conflicto: el espiritual creado por Dios y el material construido por Satán.
Los cátaros predicaban la salvación mediante el ascetismo y el estricto rechazo del mundo material. Negaban el bautismo porque empleaba un elemento material como es el agua, que por tanto es impuro, además de ser una ceremonia establecida por Juan el Bautista y no por Jesucristo.
La Iglesia, por supuesto, no estuvo de acuerdo y para combatirlos, en 1184 el papa Lucio III creó la Inquisición. Combatir la herejía fue la tarea inquisitorial básica y para lograrlo, en 1252 el papa Inocencio IV autorizó el uso de la tortura para extraer la verdad de los sospechosos.
Después de todo, lograr la confesión de crímenes no era algo malo, por el contrario, era el camino hacia la absolución que permitía redimir el alma del pecador. ¡Qué importa afligir un poco de carne si está en juego la salvación eterna!
Con esta y otras decisiones similares, empezó a tomar forma un sistema de enjuiciamiento que hoy conocemos como inquisitorial y que se caracteriza por el sometimiento absoluto del acusado a los jueces encargados de investigar el crimen y decidir su condena.
Con la llegada de los españoles tras la derrota del imperio azteca, llegaron la Iglesia, la Inquisición y la tortura. Quinientos años después siguen permeando la cultura de muchos de los miembros de las instituciones encargadas de la investigación y persecución de los delitos en nuestro país.
¿Sabes paisano que cuando Venustiano Carranza propuso en 1916 al Congreso Constituyente la creación del Ministerio Público, lo hizo por los abusos de los jueces inquisitoriales que lo mismo investigaban que sentenciaban a los acusados?
Pero esta institución, concebida de inicio como parte de un sistema acusatorio, no tardamos mucho en llevarla al lado inquisitorial. Se dieron amplias facultades a la entonces policía judicial, que en muchos casos hizo del Ministerio Público su amanuense; no se cuidaban las reglas de la detención; se abusó de la prisión preventiva; y la etapa de averiguación previa terminó convertida en un pre-proceso.
Pero sobre todo, se dio valor preponderante a la primera confesión del inculpado, con independencia de cómo hubiera sido obtenida. Los abogados incluso inventamos un dogma para justificar esto y lo llamamos principio de inmediatez. A lo largo de la historia de la Suprema Corte de Justicia de la Nación podemos encontrar numerosas tesis que hablan de él.
El pasado 9 de marzo el relator especial de la ONU sobre la tortura, Juan Méndez, presentó ante el Consejo de Derechos Humanos de Naciones Unidas su informe elaborado después de visitar México entre el 21 de abril y el 2 de mayo de 2014*. En él concluye lo siguiente:
“La tortura y los malos tratos durante los momentos que siguen a la detención y antes de la puesta a disposición de la justicia son generalizados en México y ocurren en un contexto de impunidad. Generalmente la finalidad es castigar o extraer confesiones o información. Hay evidencia de la participación activa de las fuerzas policiales y ministeriales de casi todas las jurisdicciones y de las fuerzas armadas, pero también de tolerancia, indiferencia o complicidad por parte de algunos médicos, defensores públicos, fiscales y jueces.”
Y entre las recomendaciones se menciona en primer término el reconocer públicamente la dimensión de la impunidad con relación a la tortura, así como enviar mensajes públicos a todos los funcionarios de que toda tortura será investigada y castigada con puntualidad.
Contrario a ello, el embajador de México ante la ONU, Jorge Lomónaco, criticó el informe. De acuerdo con el sitio web de las Naciones Unidas, el embajador reiteró que no puede compartir la observación de que la tortura es generalizada porque no corresponde con la realidad. Además, pidió que los relatores especiales de Naciones Unidas sustenten sus informes en la realidad objetiva e incluyan todos los puntos de vista.
Me parece pues, que la discusión no se centra en el hecho de la existencia de tortura en México, sino más bien si ésta es generalizada o no. Si el asunto es de números, el informe y el embajador tienen cada quien los suyos. El problema es que ubicar la atención en lo periférico evita tomar medidas respecto de lo principal.
Y si nadie toma decisiones respecto a castigar a los torturadores y nos limitamos a verificar con cuántos casos podemos hablar de una situación generalizada, la gente se va a seguir burlando del torturador general, los sub-torturadores y la torturaduría general de justicia.
No se vale paisana, no se vale.
*) Publicado el 15 de marzo de 2015 en el periódico Ríodoce y reproducido aquí con autorización del autor.