Jorge Varona Rodríguez
(Primera de dos partes)
AGUASCALIENTES, Ags., lunes 21 de diciembre de 2015.- El gran problema de la democracia es que el pueblo quiere el poder. Las élites se oponen a ello. Este es un añejo conflicto que en nuestros días tiene una nueva fricción, dada la persistente desigualdad que circula por el mundo.
La esencia de la democracia es –al menos en teoría– que el ejercicio del poder político lo decide la mayoría en beneficio de la mayoría. En palabras de Abraham Lincoln: “el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo”. El núcleo del conflicto incide en la convergencia entre lo público y lo privado, entre los intereses particulares y el interés general de la sociedad.
Ya en el siglo XIX, el gran observador y estudioso Alexis de Tocqueville, en su libro La Democracia en América, advirtió a “los amigos de la democracia” estar atentos para “volver sus miradas sin cesar y con inquietud, ya que si alguna vez la desigualdad permanente de condiciones y la aristocracia penetran de nuevo en el mundo, es de prever que entrarán por esta puerta”.
En épocas de indignación, desilusión democrática y antipatía política, tenemos que establecer más efectivos controles republicanos al poder, dotar de mayor eficacia a las políticas en materia de trasparencia y ampliar los mecanismos para impedir que la agenda pública se aleje del beneficio colectivo. Para que la democracia política sea congruente con esta premisa, necesariamente debe conducir a la democratización de la economía, la política, la educación, la salud y el entorno cultural.
A partir de la crisis económica global de 2008, provocada por la falta de regulación de los mercados y contrapesos en los sistemas económicos, a lo largo y ancho del mundo se ha ido ampliando la brecha entre ricos y pobres. Prácticamente cualquier estudio o informe actual en la materia indica que los niveles de desigualdad se han incrementado. Ha crecido el descontento, la incertidumbre y el malestar social. Y no sólo eso, significativamente ha crecido el poder y la injerencia de los consorcios financieros, al grado que tienen capacidad para determinar el destino de muchos países.
Expongo algunos datos. De acuerdo a un estudio publicado por Intermon Oxfam en 2014, tan sólo en Estados Unidos, el 1 por ciento de la población con mayores riquezas ha captado el 95 por ciento del crecimiento económico posterior a la crisis financiera entre 2009 y 2011, mientras que en ese mismo periodo el 90 por ciento con menores recursos se ha empobrecido. El 10 por ciento de los estadounidenses más acaudalados, en 2013, ya concentraban más del 50 por ciento de la renta del país, el porcentaje más elevado desde la Primera Guerra Mundial. La mitad más pobre de la población mundial concentra el equivalente a la riqueza acumulada por las 85 personas más ricas del mundo. El informe proyectaba que a finales de 2015 la mitad de la riqueza global estaría en manos del 1 por ciento de la población. De continuar la tendencia mundial, la brecha entre ricos y pobres se ensanchará año con año.
De acuerdo a Eurostat, en 2012 un cuarto de la población de los 28 países de la Unión Europea estaba en “peligro de pobreza o exclusión social”. Grecia se encuentra al borde de una crisis humanitaria. Se calcula que en España cerca de 500 mil familias han perdido sus viviendas desde 2008. En Italia se duplicó la población en pobreza entre 2007 y 2012. En Alemania, el ejemplo del desarrollo en la zona del euro, aproximadamente 8 millones de personas sobreviven con salarios precarios y sin prestaciones sociales, en los llamados minijobs. El Estado de bienestar se está desmantelando. Destaca Latinoamérica como la región con mayor desigualdad social del planeta, con cerca del 60 por ciento de la población dentro de una categoría de pobreza. México, después de Brasil, sobresale por la disparidad en la distribución del ingreso.
Las democracias, hasta ahora, no han podido establecer mayores controles a los mercados financieros. El gran capital ha impuesto a nuestra dinámica social la regla de que las ganancias sean privadas y las pérdidas públicas. En Estados Unidos y países europeos, los menos favorecidos han vivido en carne propia la creciente precariedad en los salarios, la pérdida de su patrimonio al hacerse impagables sus hipotecas, así como el continuo quebranto de derechos humanos y sociales. Ya no se diga lo que ocurre en las economías en desarrollo, como la nuestra, y las periféricas, las cuales viven la resaca del desastre económico sin haber formado parte del banquete.
En este contexto, la mayoría social sufre una violencia económica representada en la desigualdad, el desabasto y el desempleo, que se contrasta con una minoría con mayor poder económico que no quiere perder sus privilegios. Campean condiciones socialmente agresivas, generadoras de resentimiento, temor, confrontación y desorden.
En medio de esta confusión, habrá que tener en cuenta que en una democracia no puede haber una política económica legítima sin contemplar como requisito indispensable la garantía de los derechos humanos, sociales y culturales.
Para que el Estado y el mercado sean eficaces y tengan legitimidad, requieren controles efectivos de la sociedad, con la organización democrática y la acción colectiva. Y para que esto se verifique en la realidad, es imprescindible contar con mecanismos formales e instancias de representación, mediación y regulación. Habrá que continuar reflexionando.