De Memoria / DE NEGRI, EL ICONO

Carlos Ferreyra Carrasco

 

CIUDAD DE MÉXICO, viernes 4 de agosto del 2017.- Para la actual generación de periodistas y posiblemente tampoco para la anterior, el nombre de Carlos De Negri significa algo.
En comentario publicado hace cuatro días, “Siqueiros y yo”, lo mencioné cuando “el reportero de México” presentó dos textos sobre el mismo tema y le pidió al dueño de Techo Eterno, Manuel Suárez, que le proporcionara material para cubrir X superficie y que no le pagaría, pero esperaba que le indicara cuál, de los escritos debía publicar.
Don Manuel le sugirió que usara las cuartillas para limpiar ciertas partes pudendas de su progenitora y lo amenazó con sacarlo a patadas de su oficina, exactamente frente a Excélsior. De Negri salió aterrorizado y nunca más insistió.
Para entendernos: Carlos Denegri o De Negri era hijo de un ex embajador, hablaba siete idiomas, nació entre sábanas de seda, era agresivo, vulgar, malhablado y a sus sucesivas esposas las golpeaba hasta enviarlas al hospital.
En un espectáculo en Tijuana, donde las bailarinas lucían sus esplendideces superiores, disgustado por un comentario elogioso de los presentes, De Negri levantó a su esposa, de un jalón le descubrió los senos y dijo “están son… y no ésas aguadencias”.
Linda, su última esposa, cuando era golpeada tomó un revólver y lo mató. Era tan temido, que nadie lo extrañó, no hubo desbordes públicos y la cónyuge salió en libertad dos años después. Y escribió un libro.
De Negri no era un hombre valiente. Lo comprobé cuando el presidente gringo, Lyndon B. Johnson, convocó a una Cumbre Centroamericana en El Salvador.
Acudí, como de costumbre, sin identificar el medio que representaba ya que Prensa Latina estaba, más que prohibida, perseguida. Corresponsales en la zona y en Suramérica, habían sido encarcelados, agredidos y alguno, en Panamá, apuñalado. Personalmente tenía un cuarteto de expulsiones de distintos países, lo que me hacía feliz, me creía casi héroe.
Pero no se trataba de “dar dado” por lo que con una credencial de prensa de no recuerdo qué medio, viajé a San Salvador. Bueno, sí recuerdo pero ya ni existe.
Al llegar, apenas me había acercado a la banda de equipaje, cuando dos uniformados con metralleta en bandolera tomaron mi maleta y mi estuche con cámara y una grabadora de cinta, y me invitaron (conminaron) a seguirlos.
Me llevaron a un cuartel cercano, donde me entregaron a un enano uniformado (si no me traiciona el recuerdo, era el Chele Medrano, asesino de larga data y temible fama) que se escudaba tras un enorme escritorio de madera oscura.
Me ordenó que me sentara en el sillón del lado opuesto. Ya acomodado, sacó una metralleta corta, a la que introdujo el peine, le revisó la cámara para verificar que estaba lista para disparar… y la colocó apuntándome.
Claro que me asusté cuando dijo que sabía quién era yo, a qué intereses servía y me advertía que estaba bajo control de la Guardia Nacional. Y que si el señor Johnson estornudaba, en cinco minutos me detendrían y de mi destino no había garantía de nada.
Le respondí con la voz más firme que pude que en cinco minutos me retiraría, en cinco minutos abordaría un taxi, en cinco minutos iría a mi embajada y en cinco minutos expondría mi queja al embajador.
Con tono de peladito mexicano –burlón desde luego—la bestia uniformada me respondió que en otros cinco minutos más podía irme a Ch… a mi madre y que debía entender que estaba en país bajo leyes locales donde “el embajador valía madres”.
Asustado y pensando en cuál sería el siguiente vuelo fuera del país, fui a la a embajada. Arrastré mi maleta hasta la entrada donde me abrió un señor muy correcto que me preguntó si era mexicano, le dije que sí y que quería hablar con el embajador.
Me franqueó la entrada, ya eran las once, doce de la noche.
En la residencia celebraban una fiesta en honor de Carlos De Negri. Tras los saludos, le narré al embajador el incidente, narración interrumpida por el enviado de Excélsior cuando exclamó: ¡¿A usted también lo amenazaron?!
Me volvió el alma al cuerpo, entendí que era un aviso general. Brindé, agradecí la hospitalidad del embajador y fui a buscar alojamiento en la confianza de que ni sabían quién era yo, ni había advertencia personal. Al menos eso creí, lo que me permitió cumplir con el encargo informativo.
Los hoteles totalmente bloqueados, tuve que alojarme en una casa particular que tenía en la parte de atrás una habitación muy bien habilitada. Allí estuve poco menos de una semana en la que debía aguantar todas las noches a un grupo de idiotas que se decían de los Cuerpos de Paz gringos, y que aparentemente no dormían jamás.
Y estaban dispuestos a que yo tampoco lo hiciera. A los gritos y demás, pronto sumaron detonaciones al parecer de armas, supuestamente cohetes. Por cierto, como dato curioso, el embajador de Estados Unidos en El Salvador, se llamaba Raúl Castro y era mexicano.
carlos_ferreyra_carrasco@hotmail

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