De memoria

Los senderos del Mesías…

CIUDAD DE MÉXICO, martes 21 de agosto de 2018.- Pronto tendremos Constitución Moral, lo que implica que la actual es un listado de indecencias, de malas costumbres y de suciedades. Por lo pronto, debo abandonar mi agnosticismo y revisar mis clases de catecismo lejanas y de gratos recuerdos.

En la Iglesia los infantes entonábamos la consabida canción Mariana: ¡Oh María, madre mía, oh consuelo del mortal, amparadme y llevadme a tu reino celestial..!

Éramos muchos los asistentes a las misas pero poco los escogidos, digamos mejor, los seleccionados. En la Iglesia de San José, adjunta a la Secundaria para Varones de la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo, un sacerdote joven decidía quienes serían güeyes escaut en su grupo de promoción juvenil, y quienes cumpliríamos la tarea de lectores de la Santa Misa.

Muchos domingos me colocaba junto a la clásica bardita donde se toma la comunión, y allí, de cara al público asistente, leía un instructivo ordenando: de pie, de rodillas, un Ave María, Padre Nuestro, golpe de pecho y repetición de Santo, Santo…

Me sentía tan tocado por la mano del Mesías, del católico desde luego, que en algún momento pensé en seguir la carrera sacerdotal. Propósito que me quitó el sacerdote aludido cuando disgustado por un regaño de mi padre, decidí abandonar la casa familiar y encaminarme primero a platicárselo y luego a la carretera a México para pedir aventones.
El insensible curita, sin registrar mi adoración por un señor del que siento que nunca en su vida se equivocó, y mi edad, once años, con dejo de fastidio me dijo que así eran los padres pero que no me preocupara, que él me admitiría en la casa de estudiantes y para ganarme el pan y el lecho, sólo debía limpiar los baños, trapear los pasillos y corredores y ayudar a las monjas a asear la ropa de todos.

No puedo asegurarlo, pero presiento, siempre tuve esa sensación, de que estuve a punto de conformar el selecto club de adoradores del Pater Maciel.

Caminé hacia la carretera pero afortunadamente me encontró mi padre que iba en un taxi rumbo a la casa. Sin darse por enterado de nada, con el cariño de siempre me dijo que si iba a seguir de viaje, primero me despidiera de mi madre, que estaba hecha una Magdalena, transida de dolor y sin dejar de llorar.
Pueden imaginarse el resultado, después de todo estaba asustado de la incertidumbre de un viaje a destino desconocido

Retomo un recuerdo publicado hace algunos años: Pequeños, nos enviaban a la doctrina a un salón adayacente a la nave central de la Iglesia cercana a casa. O de plano en el domicilio de la madrina Virgen que nos hacía repetir como mantra sagrado: Dios está en el cielo, la tierra y en todo lugar.

Nos tronaba el cráneo porque no cabía en nuestras entendederas tal diseminación de una personalidad. Y la explicación era de una simpleza absoluta: es un acto de fe y así debe aceptarse, decía la madrina.

Memorizábamos con un sonsonete muy curioso, como motetes de coro monástico. Apenas en la puerta de salida de plano no habíamos entendido y mucho menos lo recordábamos. Una sola forma: repetir el cántico y así pronto estábamos listos para la ceremonia de Primera Comunión.

Entre la escuela, la madrina y la casa, estaba el templo de la Virgen de la Soterraña, una deidad de procedencia ignota que no sólo ha merecido un enorme templo sino además un barrio y una plazuela que es, exactamente, en donde pasé los años felices de la infancia.

En ese sitio, en el que se practicaba algo que llamaban el “Trisagio”, rito del que nunca nadie me supo explicar de qué se trataba –mi abuela paterna, Chite, era concurrente infaltable—había dos sacerdotes, como en la policía, el bueno, noble y simpático, y el vejete malhumorado y agresivo.

El primero dedicaba sus tardes a esperar la puesta del sol en una de las bancas de cantera del Jardín de la Soterraña que creo formalmente era Plazuela de Rayón. Rodeado de mocosos, narraba leyendas locales de terror que nos mantenían con las piernas arriba de la banca por miedo a que abajo un mal espíritu nos jalara.

Luego en casa tapados hasta la cara sin atrevernos a respirar. Pero era muy divertido, muy cordial y estoy seguro pensaba que con esos cuentos nos mataba el miedo… pero no, nos mataba de miedo.

En contraste, el otro sacerdote era pequeño, magro de carnes, nervioso y cada que podía soltaba una retahila de regaños de la manera más ostentosa del mundo. Para que en la vergüenza se encontrara la penitencia.

Mi madre se esmeró en el traje con que tomaría mi primer sacramento. Un pantaloncillo corto de casimir azul oscuro y una blusa abullonada. Los hombros como camisa de mosquetero, las mangas amplias, mucho, cerradas en las canillas con un adorno ancho lleno de botones.

Hace poco descubrí una foto de esa ceremonia, pero no la voy a enseñar, porque lo que quiero platicar es que el día anterior, en la noche, hice un berrinche. O le dí una respuesta majadera a mi madre, o le grité a mi hermana o me pelee con mi hermano,

La sombra del demonio se cernía sobre al hasta entonces impoluto jovencillo. Por órdenes de mi madre acudí a La Soterraña a buscar al cura. El chaparrín me recibió en medio del pasillo central de la nave, me escuchó.

A gritos me dijo que eso era un pecado venial, que para qué lo hacía perder el tiempo, que si lo seguía molestando no me daba la comunión, que me fuera de inmediato y no sé qué más. Yo estaba aterrorizado y salí pitando a casa, dos calles escasas donde recé lo que entre alaridos el cura me ordenó.

Al día siguiente todo fue fiesta: con mi maravilloso disfraz de casi espadachín, mis entonces bonitas piernas al aire, los botines de charol, la liga a media manga con adornitos celestiales, mi enorme vela con flores, mirada seráfica, adormecida, me llevaron al estudio fotográfico Tinoco, de un pariente donde tomaron la gráfica inmortal.

Después todo fueron tropiezos con Pedro y su Iglesia, así hasta alejarme de la institución aunque no de unos pocos, poquitísimos sacerdotes a los que admiro su fe en los dogmas y su poca confianza en la ciencia. Cuestión de visiones…

Y no olvido, en instancia final, la expresión habitual de los curas que cuando se les pedía orientación sobre determinado problema, como respuesta institucional (digamos que no comprometida), con la mirada al cielo, las manos enlazadas en oración y con voz suave, repetían: “Hijo, los caminos de Dios son inescrutables”.

O sea, no te compliques y deja que las cosas se resuelvan como puedan… por si acaso, retomo el rumbo extraviado.
carlos_ferreyra_carrasco@hotmail.com

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