De Memoria

UNA ESPECIE EN EXTINCIÓN (6)

Carlos Ferreyra Carrasco

CIUDAD DE MÉXICO, lunes 22 octubre 2018.- Parado frente a la monstruosa mesa cubierta con piel de elefante, escuché la pregunta: ¿y cuánto debes?
Sonriendo le respondí: Don Gustavo, con el magro estipendio mensual que tengo asignado en la editorial, no podría darme el lujo de deudas.
Con paciencia y después de explicar que era muy rico pero nada tenía como suyo, agregó que sólo poseía deudas que en su mayoría nunca iba a pagar. Y acotó: si usas tu dinero para tus negocios un día te quedarás sin nada. Si usas el dinero ajeno, cuando se pierda perdieron los otros ¿entendistesss?
La vida de Gustavo Alatriste estuvo repleta de detalles novelescos. Nació en una familia cuyo padre, Gabriel, era gallero y por eso a veces nadaba en la abundancia y muchas otras bordeaban la miseria.
Cuando trabajé como su secretario particular, sólo los secretarios de Estado tenían ese tipo de auxiliares. Era un lujo que el editor de La Familia y Sucesos sabía aprovechar para su fama de gran señor.
Cuando Silvia Pinal y su marido, Gustavo, tenían festejo en la casota de Pedregal, entre los invitados estaba yo. No precisamente como invitado sino como monito para exhibición: colocado en la puerta, al lado de Alatriste, era presentado con cada visitante: “Mira, fulano, el señor Ferreyra es mi secretario particular”.
Me miraban con curiosidad, yo saludaba con desgano (era lo apropiado) y cuando estaban los concurrentes previstos, me colocaba en la puerta en compañía de Silvita, la hija de la señora Pinal a la que los asistentes miraban con evidente codicia.
La jovencita vestía uniforme escolar, una falda tableada que le permitía mostrar las bien nutridas piernas calzadas con medias poco abajo de las rodillas y zapatitos de charol. Sí, se veía muy bien.
Alatriste, en pláticas personales, me confió que sólo había cursado la primaria. Y debido a la inestabilidad de su familia, en tanto pudo logró un empleo como agente de seguros y se fue a Guadalajara, donde se convirtió en el galán deseado por las quinceañeras de la Perla Tapatía. Y no era para menos, miope, el defecto lo convirtió en virtud: miraba con los ojos entrecerrados, la cabeza ligeramente de lado y eso enloquecía a las damas.
Eternamente delgado y con ropa oscura, azul o negro, escogió a Francisca, heredera de un señor de grandes recursos económicos, que lo envió a la papelera al sur de Jalisco de donde salió por el manejo oscuro de las finanzas de la empresa.
De retorno en la ciudad de México, instaló una fábrica de muebles y ante el embarazo de su esposa el suegro les regaló unos terrenos pedregosos al sur de la capital, los que colocó a nombre de Gustavo Alatriste junior. Nada, fue mujercita así que don Gus tranquilamente se apropió del que pensó como un originalísimo lugar para vivir.
Su éxito: planeaba el amueblado conforme a la orografía del lugar y luego “lo vestía” con el inmueble. En la calle de Niza ubicó la sala de exhibiciones Muebles Francis luego transformada en Muebles Cozy.
Hizo amistades en el medio político, la mejor, quien sería presidente, Adolfo López Mateos, con quien desayunaba cotidianamente en la casona de San Jerónimo, actual embajada de la República Popular China.
Al asumir López Mateos, Alatriste cambió de oficio y de esposa. Se casó con Ariadne Welter, hijastra del secretario de Salubridad. Los cargos propuestos por el mandatario fueron desechados y optó por compras del sector Salud. Allí estuvo hasta que los malos manejos, otra vez, obligaron a López Mateos a escoger entre el despido de su titular de Salubridad o el exilio de su amigo.
En anterior entrega narré como quisieron exiliarlo y cómo en forma providencial le fueron vendidas las dos publicaciones. No podían tocar a un periodista y a partir de ese momento Gustavo lo era.
Sin utilidad práctica, Ariadne fue desechada aunque beneficiada con terrenos en el Pedregal de San Ángel. El ahora periodista o editor propietario, se lanzó tras Silvia Pinal a la que convenció con una promesa: convencería a Luis Buñuel de que la dirigiera en una película.
Cuando se hizo el compromiso con el Divino Sordo, Alatriste estableció una cuota mensual para el cineasta de 50 mil pesos que religiosamente llevaba yo a la acogedora casita cercana al Parque Hundido.
Mientras tuvo asalariado a Buñuel, se limitó a las tres cintas que financió Alatriste, de una de ellas arrepentido para siempre puesto que tenía en la mente un castillo con nobles y no una casota de ricos pacatos. Igual El ángel, exterminador fue un éxito tal, que junto con Viridiana y San Simón del desierto, originalmente Simeón el estilita, fueron los pilares para la cadena de cines en todo el país.
Los países socialistas que estaban impedidos de manejar libremente dólares americanos, ponían en manos de Alatriste copias de sus producciones, muy buscadas algunas de ellas por nuestros sectarios izquierdosos. Todo era por intercambio muy favorable al mexicano.
En la cochera de la casa de la madre de Alatriste se iniciaron los cineclubes. Se ingresaba con cuotas anuales tan increíbles que deben ser objeto de otra narración futura.
carlos_ferreyra_carrasco@hotmail.com

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