DE MEMORIA / 15 de Septiembre

Carlos Ferreyra Carrasco

MORELIA, Mich., sábado 16 de septiembre de 2017.-  Hasta hace algunos ayeres esta fecha era el festejo mayor de la liturgia republicana en México. Se aguardaba la fecha porque se participaba en un jolgorio popular en el que se mezclaban proles (dice distinguida junioresa) con la gente bien (menciona escritora arrepentida).
Varios años tiene que en Morelia unos desalmados, por no decirles malnacidos, lanzaron una granada en pleno Grito de Dolores; murieron siete personas, decenas quedaron heridos y el festejo marcado por el temor que invade a sus celebrantes.
No siempre fue así. Hace 60 años los infantes esperábamos el día por dos razones: la fiesta en la Plaza de Armas (de ninguna manera Zócalo) y la adjunta Plaza Melchor Ocampo a los costados de Catedral y frente al Palacio de Gobierno, y porque era el día de “ir a coger gachupines” que en nuestro idioma infantil significaba que tomaríamos venganza contra los hispanos avecindados en la ciudad.
La fiesta en el centro de la ciudad significaba ricos buñuelos callejeros, sabrosos tamales de elote (huchepos), corundas, gelatinas de vino y leche, habas cocidas y tostadas, así como changungas que en zonas primitivas llaman “nanches” (qué horror de nombre), espadas de lámina, escudos de latón, chacos de cartón y mucho más incluyendo juguetes de madera, yo yos, baleros y trompos.
En el barrio de la Soterraña, sumados los vándalos del Santoniño, recolectábamos piedras y ladrillos para nuestro acto de venganza contra los conquistadores. Munidos de tales proyectiles acudíamos a las tiendas de peninsulares, las que apedreábamos hasta cansarnos o hasta que decidíamos cambiar de objetivo.
Así, en la panadería “La Jarochita” donde se acababa de instalar una maravilla que congregó a los morelianos, una cortina metálica que subía y bajaba. Obvio, fue la primera que conocimos y nos tenía verdaderamente emocionados, lo que no fue suficiente para abstenernos de apedrearla hasta dejarla inservible.
Esa cortina equivalía a la escalera eléctrica de los tlaxcaltecas, igualmente sorprendente.
En el festejo participaban los hijos del español que nos trataba muy bien y que cuando íbamos a comprar la dotación familiar, mientras esperábamos nos regalaba un delicioso bolillo, granuloso y recién salido del horno. El santo olor de la panadería, dice el poeta.
Los días que siguieron, con la cabeza gacha y sin atrevernos a mirar de frente al gachupa, pedíamos en el mostrador el pan requerido. El propietario del negocio salía de atrás, nos alcanzaba con las manos, nos jalaba el pelo sin violencia y nos decía con su voz profunda: ¡muchacho cabrón, tendrás bolillo cuando acaben de reparar la cortina!
En la Ciudad de México había una romería popular en la que vendían no sólo porquería y media, sino que además por unos pocos pesos se podía adquirir ciertos proyectiles, dos de ellos los favoritos: los cascarones de huevo supuestamente rellenos de orines (de hecho agua pintada) y los de harina, combinación mortal cuando le atinaban a alguien con ambos proyectiles.
Muchos se enojaban pero las broncas eran casi inexistentes. En Palacio el mandatario en turno ofrecía una cena a diplomáticos y periodistas muy seleccionados, entre ellos los corresponsales extranjeros.
En esta calidad participé en uno de los saraos de Luis Echeverría donde a los ebrios consuetudinarios de la diplomacia, les quitaron el vino y se los cambiaron por aguas de horchata, Jamaica y limón con chía. Naturalmente hubo cejas levantadas toda la reunión.
Para asistir al convivio con José Antonio Rodríguez Couceiro, su esposa Vicky y la esposa de Carlos Viseras, de EFE, Magdalena y yo cruzamos desde 16 de septiembre a la entrada lateral de Palacio. En el paso por la explanada del Zócalo, Vicky y Gloria que estrenaban hermosísimos abrigos de napa negra, quedaron disfrazadas de bailarinas africanas, con manchones blancos sobre su hermoso atuendo. Y sobre sus delicados peinados de salón.
Desde luego no protestamos porque a las manchas hubiésemos añadido un par de narices rotas y algunos dientes de menos. Así era la fiesta y así la pasaban todos.
Como era una pachanga en la que el pueblo se deshacía de sus fobias y filias, al presidente lo dejaban en paz. La gente iba a festejar y no a hacerse la vida pesada.
Pero eso cambió cuando brotaron quienes en el anonimato lanzan gritos, insultos y amenazas. A Miguel de la Madrid, el 16 de septiembre casi lo tuestan cuando un desaprensivo “revolucionario de gabinete”, lanzó una bomba molotov al balcón de Palacio.
No recuerdo quién fue el que sufrió levísimas quemaduras, pudo haber sido Bartlett o alguno de sus colegas de secretaría. Lo anterior obligó a que se extremaran las medidas de seguridad hasta obligar al acceso presidencial en forma cuasi clandestina.
Con Fox y con Calderón fue lo mismo, la gente abucheando a los mandatarios y los desmanes que se iniciaron con estos sexenios, ya no eran las relativas gracejadas de lanzar huevos con agua pintada con harina, ni poner serpentinas como adorno a las muchachas que recorrían de lado a lado el Zócalo. No, ya eran huevos con arena, algunos con excremento y muchos con piedras pequeñas pero dolorosas al momento de recibirlas.
Se acabaron los piropos y empezaron las agresiones, los pleitos se hicieron parte de la fiesta y en esas estamos: qué pasará hoy 15 de septiembre, lo sabremos mañana.
Por lo pronto feliz cumpleaños a mi hija Magdalena…
carlos_ferreyra_carrasco@hotmail.com

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